George F. Watts: "Found Drowned"

Imagen: George F. Watts: "Found Drowned"

LA VOZ DEL AGUA

Cuando alguien escuche esta voz, todavía no habrán encontrado a mis asesinos.
Nadie los buscará. La policía partió de que me había suicidado colgándome yo misma objetos pesados en las extremidades y arrojándome al agua. La verdad es que ni en la peor pesadilla se me hubiera ocurrido semejante método.

Además, llevaba ya varias semanas preparando una exposición y todas mis fuerzas estaban concentradas en las primeras imágenes que iba a mostrar en público después de haber pasado un año en el exilio. Ya no me importaba la política, y realmente nunca había querido entrometerme en ese campo. Sólo me había dedicado a recorrer mi nuevo entorno hasta que encontré huellas de lo que había estado analizando antes de marcharme.

Un artista serio, un artista que ha estado acosado por amenazas, que ha tenido que responder ante los tribunales y se ha defendido hasta salir absuelto, no se suicida antes de que se inaugure una exhibición importante de su obra. Sigues esforzándote hasta inaugurar la exposición y luego, si no puedes más, se acaba la historia. Pero ese no era mi caso. A pesar de todas las noches en vela ocasionadas por las sombras que intuía en cada esquina, cuando llegaba la luz de la mañana, la curiosidad tiraba de mí, me hacía bajar las escaleras, recorrer las calles con la cámara, y entonces me sentía segura.

Las estatuas que incorporaban ideología en sus gestos me perseguían de ciudad en ciudad.Yo las fotografiaba desde varios ángulos. En todo ese organismo en el que habíamos crecido, al que habíamos pertenecido involuntariamente, eran semejantes pero, a su vez, cada lugar impregnaba un arte más o menos oficial de su propia historia. Las que habían sido realizadas por escultores de mi nueva ciudad rara vez representaban héroes, ni siquiera vencedores, sus posturas procedían del vocabulario formal de la resistencia y la reconstrucción de lo destruido.O quizá fuera mi mirada la que percibía menos agresividad, más relajación, en esos músculos de metal o de piedra cuanto más me alejaba de la matriz.

La matriz, para explicarlo mejor, era el centro en el que se gestaba todo el flujo que se había extendido por las arterias geográficas , haciendo a países y regiones depender de un extraño útero que había pretendido hermanarlos. Era una víscera hueca, situada en el interior de la pelvis de un antiguo imperio, era un útero de hombres unido por cordones umbilicales de poder a sus vástagos.

Será por eso precisamente por lo que encontrar un asesino con nombre y rostro tampoco evitaría que desaparezca la próxima persona. Puede que la fiscalía de esta ciudad lo sepa, puesto que por aquí también circulaban hasta no hace mucho tiempo las arterias del sistema. Y, a pesar de todo, mi voz no ha surgido contra ese centro que nadie sabe cómo frenar, sino contra esto que ha ocurrido en la ciudad donde busqué refugio. Si se suponía que este lugar había dejado de ser una célula de ese organismo, ¿por qué tanto empeño en negar que se trataba de un asesinato, evitando así todo tipo de complicaciones internacionales? ¿Cómo es que se le cerró la boca al joven periodista de un tabloide por atreverse a formular hipótesis que tenían diez veces más lógica que las de la policía?

Sí, la ley, la ley. Ya tuve tiempo de aprender que no se debe confundir la legalidad con la justicia. De todas maneras, imagínense algo que por motivos de seguridad es casi imposible, pero imagínense que apareciera la Canciller o la Ministra de Asuntos Exteriores de su país ahogada con señales de haber sido arrojada al agua, y la policía partiera de que se trataba de una mujer depresiva que se había suicidado? ¿No les parecería la interpretación un tanto “sospechosa”?¿O de otro siglo?

Dicen que escribir es desaparecer. Yo escribía y captaba imágenes. Ahora mi cuerpo ya no está. Acabó como el de una Ofelia sin flores,como la ahogada anónima bajo un puente en la gran ciudad en el cuadro clásico de George Frederic Watts “Found Drowned”. Pero esa mujer muerta pintada no tenía heridas en las muñecas, el vestido largo tampoco dejaba ver ningún tipo de moratones y los pies seguían cubiertos por el agua. Mi asesinato se planificó de una forma más espeluznante, aunque el resultado fuera, a fin de cuentas, el mismo.

Ni siquiera puede decirse que se tratara de una muerte individual. Mi cuerpo ya valía poco, era un aparato más que iba a dejar de funcionar.En mi país se había eliminado a algunos de los que molestaban con armas de fuego, a veces en plena calle. La impunidad lo permitía. Para los encargos en el exterior curiosamente se procuraba no manchar, métodos limpios que no hicieran ruido. Si la noticia no se mantenía más de un par de días en la prensa, la policía se dedicaba a otros menesteres.

En muchos casos intentaban eliminar a alguien dejándolo con vida. Los nuevos tiempos aconsejaban evitar el escándalo. Yo en mi ciudad prácticamente ya había desaparecido. Viviera o no viviera allí. El alivio que nos produjo la absolución ante los tribunales fue transformándose día a día en una presión insoportable. La ley me había declarado inocente mientras la matriz del sistema ponía en movimiento todas sus células agresivas para intentar acorralarme. Y no le resultó difícil, a pesar de mi optimismo habitual. Estaba marcada, mi nombre era ya un estigma que podía designar a una persona que representaba todas las características negativas pensables para ese tipo de sociedad. Una vez colaboraba un periódico, otra un programa de televisión, otra vez iba a saludar a un conocido y él pasaba de largo mirando hacia otro lado.Buena parte de los que creía amigos dejaron de contestar al teléfono.

Llegó un momento en que casi todos mis contactos provenían del exterior. En el último debate que organizamos en una galería de mi ciudad ya no había ni un solo artista, ni un solo crítico local. Tuvimos público, sí, y apoyos, casi todos extranjeros, a excepción de los pocos defensores de los derechos humanos y la libertad de expresión que no se amilanaron ante las amenazas. Tal vez por eso mi marido pensó que debíamos marcharnos y que en la distancia ya no tendría esa sensación de abandono que me producía la falta de calor humano.

Obligarte a aceptar una culpa que no era tuya había sido uno de los recursos permanentes del sistema. En la escuela me enseñaron a disculparme por lo que no había hecho e intentaron que aceptara acusaciones por delitos que no había cometido. Pero no encontraron más que mi silencio. Más tarde nos vimos inmersos en un proceso de cambio histórico, o al menos eso nos dijeron, y yo no quise creer que esas normas sociales impuestas durante el régimen anterior hubieran calado tan hondo en las personas. Vi un espacio abierto y empecé a moverme por él. Desarrollé una estética crítica que desvelaba sin juzgar, sin acusar, pero con un lenguaje claro que se entendió en otros países incluso más que en el mío. Fuera llegué a convertirme en un símbolo de esa apertura. Dentró topé con una represión diluida, con unos mecanismos menos claros que los de antes, pero que seguían conservando su eficiencia.

Cuando llegué a esta ciudad, a un territorio que yo imaginaba del otro lado, seguí trabajando y estableciendo contactos profesionales, a pesar de que ya no me quedaban fuerzas para intentar hacer amigos. Había perdido la capacidad de acercarme a otras personas. Cuántas veces miraba hacia atrás como si me estuvieran siguiendo, corría una cortina en casa para comprobar si había alguien parado junto a nuestra puerta. Esa sensación ya estaba en mí, la había traído conmigo, y sólo conseguía deshacerme de ella a última hora de la tarde, encerrada en un cuarto oscuro, revelando las fotografías que esperaba poder exponer pronto.

No sé si aquella tarde, cuando paseaba junto al río, me empujaron o me hicieron caer, si me tocó alguna mano en el último momento. Supongo que para las pesquisas policiales es importante. Para mí no. La bajada a ese lugar de nadie, y no digo infiernos porque no existen, ya había empezado mucho antes. Y en aquel momento sí que me arrojaron, me cargaron con un peso insoportable que me hundía, mientras yo luchaba por salir. El peso me lo habían puesto ellos, quién puede dudarlo aún.

Aquella tarde dejé mi cuerpo bajo el puente. Mi voz se quedó en el agua.


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